Llueve. Llueve mucho. Hacía tiempo que no veía tantas gotas juntas. O quizás no. Como siempre que llueve pienso lo mismo ya no se siquiera si es verdad.
Y caen rayos. Y cuando el cielo se apaga, el suelo se estremece. Y yo corro. Corro hasta quedarme sin aliento. Corro porque, como siempre, no llevo paraguas. Ya lo sabéis, nunca tengo nada útil en el bolso. Y odio eso de mi. Debería ser más previsora y pensar dos veces las cosas. ¡Si ni siquiera llevo pañuelos! Y eso que estoy resfriada. Y con esta lluvia seguro que empeoro. Vaya asco. ¿Será verdad que soy gafe?
Y mientras llueve, y corro, mi imaginación vuela. ¿No sería perfecto que un chico (guapo y con estilo) se me acercara y me prestara su paraguas? Y luego, sin más, me sonriera, me dejara una tarjeta con su teléfono y se fuera. Perdiéndose entre las gotas, sin mirar atrás. Y entonces yo le llamaría, para agradecerle el gesto, y lo invitaría a un café. En el Starbucks, claro. Y cuando llegara, él ya me estaría esperando.
“Nunca había echo nada parecido antes” diría, y no mentiría “pero te vi y supe que eras la persona que llevaba toda mi vida esperando”. Y yo sonreiría, y no haría falta decir más. Porque nuestras miradas lo dirían todo.
Pero en el mundo real sólo hay agua, semáforos en rojo y charcos (¿Quién me mandó ponerme manoletinas hoy?). Vaya asco de día.
Y caen rayos. Y cuando el cielo se apaga, el suelo se estremece. Y yo corro. Corro hasta quedarme sin aliento. Corro porque, como siempre, no llevo paraguas. Ya lo sabéis, nunca tengo nada útil en el bolso. Y odio eso de mi. Debería ser más previsora y pensar dos veces las cosas. ¡Si ni siquiera llevo pañuelos! Y eso que estoy resfriada. Y con esta lluvia seguro que empeoro. Vaya asco. ¿Será verdad que soy gafe?
Y mientras llueve, y corro, mi imaginación vuela. ¿No sería perfecto que un chico (guapo y con estilo) se me acercara y me prestara su paraguas? Y luego, sin más, me sonriera, me dejara una tarjeta con su teléfono y se fuera. Perdiéndose entre las gotas, sin mirar atrás. Y entonces yo le llamaría, para agradecerle el gesto, y lo invitaría a un café. En el Starbucks, claro. Y cuando llegara, él ya me estaría esperando.
“Nunca había echo nada parecido antes” diría, y no mentiría “pero te vi y supe que eras la persona que llevaba toda mi vida esperando”. Y yo sonreiría, y no haría falta decir más. Porque nuestras miradas lo dirían todo.
Pero en el mundo real sólo hay agua, semáforos en rojo y charcos (¿Quién me mandó ponerme manoletinas hoy?). Vaya asco de día.